Salen silenciosos del cine. El recuerda vagamente el comienzo de la película. Era muy dramática para su gusto: la historia de una pareja en crisis y su enfrentamiento brutal en medio de una relación casi destruida por el odio. Fue demasiado para su resistencia. El siempre detestó las tragedias, solo le gustan las películas de aventuras. “Debe ser por eso que siempre me quedo dormido”, se dice a sí mismo, y se prepara mentalmente para darle una buena excusa a su acompañante. Sin embargo, antes de dar aquella explicación, descubre que tiene dificultad para caminar. Algo sucede con sus piernas. Nunca antes había sentido tal torpeza al andar. Se detiene preocupado y mira sus pies. El asombro lo invade porque solo alcanza a divisar otro par de pies que no son los suyos.
”No puede ser”, dice para sí, “Parece que tengo afectada la vista” Mira a su compañera que se ha detenido. Ella lo contempla inquisitiva. El, un poco dudoso le pregunta :
-¿Ves lo mismo que estoy viendo yo?
-¿A qué te refieres?
-A mis piernas.
-¿Qué tienen de raro?
-Pues que estoy en tacos.
-¿Y eso qué tiene?
-¿Cómo que qué tiene? ¿Te parece normal que un hombre ande en tacos?
-¿Cuál hombre? ¿Te volviste loca o qué?
El se queda estupefacto. No entiende nada de la situación. “Debo estar soñando”, piensa, e instintivamente, se toca. Pero todo es tan real que no puede ser un sueño. Se acerca a la puerta de cristal del teatro, donde se refleja su figura, y en efecto, la imagen que le devuelve es la de una mujer, más exactamente, la de Verónica, su propia esposa. El mira hacia los lados para cerciorarse de que esa que ve es su figura, pero no hay nadie cerca, a excepción de Carla, su acompañante, quien con mirada preocupada lo toma del brazo y con voz que pretende ser melosa le dice:
-Tranquilízate, Verónica, no te pasa nada. Estás como siempre. Lo que te ocurre es que últimamente has estado muy nerviosa. Esa obsesión de que tu marido te engaña, te está afectando mucho. Justamente por esa razón insistí en que viniéramos a ver esta película. Creí que te gustaría, que te iba a relajar un poco.
-Pero... es que no entiendo nada de lo que me está pasando y tu tampoco pareces haberte dado cuenta. Para empezar dime quien crees que soy.
-Ay mujer, eres Verónica, mi mejor amiga, lo sabes bien. ¿Qué diablos te pasa?
-No, no me pasa nada. ¡Cómo no vas a saber quién soy!
El no puede coordinar sus ideas. Siente un peso tremendo en el cerebro. Su cabeza hierve. Es como si estuviera bajo el efecto de una droga o de una buena cantidad de alcohol. Todo lo que le está sucediendo es tan ilógico que no logra comprender nada. Mira a su acompañante con recelo. Es cierto que ella es la mejor amiga de Verónica, su esposa, pero también es la amante de él. De súbito se le viene una idea, necesita entrar a un baño y mirarse en el espejo para convencerse de quién es, en realidad. Su amiga acepta la propuesta y sugiere que vayan al “Torrejón”, donde venden un delicioso chocolate con humitas y unas empanadas de “morocho” fantásticas.
-Adonde sea,- responde él, -todo lo que necesito es un baño.-
A poco rato llegan a la cafetería. Al salir del auto, él se enreda con sus propios pies y está a punto de caer.
-¡Maldita sea, no soporto estos ridículos zapatos!.
Su amiga la mira extrañada.
El salón está casi vacío. Hay pocas personas y una música tenue le da calidez al ambiente. Él se excusa con Carla y se dirige al baño. Ante el espejo confirma su desgracia. No está frente a Ernesto Zaldumbide y Cuesta. Es el rostro de una mujer demasiado conocida, el de su esposa, el que lo mira aterrada desde la faz apacible del espejo.
Se toma la cabeza entre las manos y no puede evitar sentir que se derrumba ante los hechos. “¡Dios mío!, dice para sí, ¿Qué diablos me está pasando? ¿Me estoy enloqueciendo acaso? ¿Es esto un castigo?... Cierto que no he sido ningún santo con mi mujer, llego a casa y no puedo evitar enfurecerme con ella, le amargo la vida por tonterías, siempre tengo deseos de destruirla y sé que no se lo merece. Quizá sea mi propio complejo de culpa. No sé qué me pasa. ¡Pero lo que me está pasando es demasiado castigo!”.
Sale tembloroso y pálido y descubre con sorpresa que, inconscientemente, se había metido al baño de damas. “¿Por qué razón lo hice? ¿Será que he comenzado a aceptar mi nueva identidad?”, se pregunta. Se dirige, entonces, adonde Carla aguarda impaciente, haciendo tamborilear sus uñas sobre la mesa. Ella al verla le sonríe mientras exclama:
-¡Pero mujer, traes una cara, como si hubieras visto al mismo diablo!.
El esboza una vaga sonrisa, reprimiendo difícilmente su desconcierto y no responde. Ahora solo quiere salir de ese lugar lo más pronto posible. Quiere llegar a su casa donde seguramente encontrará a su esposa y descubrirá que todo fue un malhadado juego de su imaginación. Al fin y al cabo, reflexiona, ha estado muy estresado últimamente en la oficina y por otro lado, la relación clandestina con Carla es agotadora. Si ella viviera en un lugar distante; si Verónica no la conociera, posiblemente sería más fácil, pero ella vive metida en su casa, es íntima amiga de su mujer y ambos tienen que fingir delante de ella. Se siente atrapado en un triángulo mortal, porque Carla es muy astuta y ejerce sobre él un control mayor que su misma esposa.
En el auto, de regreso a casa, lo asaltan otras inquietudes. ¿Cómo es realmente la relación de Carla con su mujer? Parecen buenas amigas, pero él nunca ha podido explicarse como Carla consigue mantener esa relación tan cercana con la amiga a quien engaña. “Quizá”, se responde, “porque de ese modo puede evitar las sospechas de mi mujer o tal vez porque estando cerca se entera de todos los detalles de mi vida cuando no estoy con ella”.
-¿Qué piensas de mi marido? la interroga súbitamente, asumiendo su nuevo papel.
-¿Y a qué viene esa pregunta? Te lo he dicho varias veces. Creo que Ernesto no te quiere lo suficiente. Si realmente te quisiera, te trataría mejor. Siempre te he aconsejado que te divorcies.
-Y los niños, Carla, ¿Qué hago con ellos?
-Ay mujer, haces lo mismo que han hecho todas las mujeres que se han divorciado, asumir la crianza de sus hijos. No vas a ser la primera ni tampoco serás la última. Desde luego que Ernesto te pasaría una pensión razonable, o al menos eso creo.
Ernesto se queda cavilando: “¡Con que esto es lo que Carla le dice a mi mujer. Con razón cuando salen juntas, ella siempre vuelve de mal humor y me hace reclamos!”.
-¿Tú crees que Ernesto tiene otra?- Vuelve a inquirir.
-También hemos hablado muchas veces de ese asunto y te he dicho que no lo sé a ciencia cierta, pero que -dado su comportamiento-, es muy probable que la tenga.
-¿Quién crees que podría ser?
-Tal vez una compañera de la oficina. ¡Cómo puedo saberlo!. ¿Qué te parece si cambiamos de tema?
Ernesto se sonríe “¡Qué condenada eres, Carla, pero reconozco que manejas muy bien las relaciones con mi mujer y que a tu manera eres franca. Estás haciendo un fino trabajo de cincel para terminar con nuestro matrimonio. Pero cómo puedo reprocharte si a fin de cuentas, yo también lo hago. Llego a casa por la noche, después de haberte hecho el amor y, entonces me porto muy cariñoso con mi mujer, tendrías que verme para descubrir mis cualidades histriónicas. Hasta me acuerdo de llevar el pan y la leche para el desayuno. Pero en el momento en que ella se acerca y sospecho que quiere que la lleve a la cama, corro a hundirme en la biblioteca y me invento algo muy importante que hacer o, simplemente, me declaro agotado por el exceso de trabajo. Soy un soberano cabrón”.
Una voz lo saca de sus pensamientos:
-Verónica, llegamos a tu casa. Tu marido ya debe estar allí.
-¿No quieres entrar a tomarte un café con nosotros?
-No, hoy no puedo, discúlpame. Será otro día -dice- mientras le da un beso suave de despedida, que pasa rozándole la oreja.
Ni bien entra a la casa, divisa a Ernesto Zaldumbide y Cuesta y se queda mirándolo, perplejo. “No puede ser, soy yo mismo” dice para sí. El otro, apenas si levanta los ojos de la revista que lee, y le suelta un ”hola” mecánico. El responde el saludo, sin saber qué agregar. Luego se dirige a la habitación, coloca el bolso en el closet, se quita los detestables zapatos de taco, cierra la puerta y pasa el pestillo. Se desviste cuidadosamente mirándose en el espejo. Ante su vista aparece un hermoso cuerpo de mujer de treinta cinco años. Alza sus manos y se toca los senos. Siente una sensación extraña. Él que ha acariciado los cuerpos de tantas mujeres que pasaron por su vida, está ahora tocando el suyo. Es un cambio demasiado violento como para no sentir desazón. “¿Volveré a ser hombre?”, se pregunta, “¿Volveré a disfrutar de mi condición de varón?” Evoca, entonces, el recuerdo de ese momento glorioso en que él se dispone a poseer a su amante o a otras mujeres, y se siente poderoso con su falo enhiesto, amenazador; imagina que posee una espada, algo que puede atravesar y causar placer y dolor, el signo inequívoco de su posesión. Rememora la voluptuosidad con la que se revuelca con Carla en el lecho, en la alfombra de la sala, en el patio o sobre la mesa de la cocina cuando él empieza a estrujar sus carnes con ese deseo enloquecido que lo invade, estando cerca de ella. “¿No podré nunca más enamorar a una mujer?, ¿perseguirla.? ¿seducirla?, hacerla caer, poco a poco, en mis redes?” Sus reflexiones le producen un terror insoportable.
Piensa en su relación con Carla. Él siente una pasión especial por ella, pero a veces no logra comprender qué es lo que le atrae de ella. Quizás es esa forma de ser tan independiente de su amante la que lo retiene a su lado. El no soporta la sensación de no poseerla del todo. Carla se le entrega cuando quiere, lo seduce, lo vuelve loco. Tiene unas artes para envolverlo que él no logra descifrar. Pero asimismo, cuando él quiere ejercer su poder, su posesión, ella escapa con la ligereza de un pájaro y lo deja deseándola, necesitándola. Es cuando él busca desesperado los brazos y el consuelo de su mujer, porque ella, en cambio, es muy maternal. A su lado se siente protegido, admirado y temido. Es una relación diferente. A su esposa la tiene segura, sabe que lo quiere por encima de todo, que puede hacerle cualquier cosa y que ella terminará perdonándolo. Quizá por eso, el encuentra un placer casi morboso en hacerla sufrir de cuando en cuando, y volverla a convencer de su “amor”. Con Carla las cosas son distintas. Hay un deseo mutuo, pero él nunca sabe a qué atenerse. A veces la siente lejana, inalcanzable. Ella sabe lo que quiere y es capaz de mandarlo a pastar vacas en cualquier momento, y eso lo desquicia y lo encapricha al mismo tiempo. Con ella tiene que ser delicado y cuidadoso, porque Carla es muy exigente en el amor. Hace del encuentro sexual todo un ritual exótico y excitante en el que logra conmover todas sus fibras. Por esta razón cuando llega a su casa está demasiado cansado como para pensar en las necesidades de Verónica y, afortunadamente, su mujer no tiene las agallas de Carla como para exigirle, o convencerlo, de forma adecuada que cumpla con sus deberes conyugales.
Ahora todo ha terminado, ya no volverá a poseer a Carla. En un acto inconsciente lleva la mano hacia sus genitales y se horroriza, “¡Qué insoportable sensación de haber sido mutilado!”. Observa su pubis. Sencillamente no puede creerlo. Le falta su órgano más preciado, aquel que lo hacía sentirse dueño del universo.
Un toque fuerte a la puerta lo hace volver de sus tristes pensamientos, y la voz de ese otro Ernesto, que él conoce hasta la saciedad dice:
-¡Verónica, abre la puerta!, ¿Por qué te has encerrado?
No sabe qué hacer. Toma un salto de cama de su mujer, se lo coloca rápidamente y abre. El recién llegado se acerca y le clava una mirada escrutadora...
-¿Qué diablos te pasa? ¿Estás jugando al gato y al ratón o me estás ocultando algo?
-No, no me pasa absolutamente nada. Simplemente estoy cansado, perdón cansada, y me iba a acostar temprano.
-Ah si, pero sucede que ayer me reclamaste que ya no hacía el amor contigo, que te tenía olvidada, que seguramente tenía otra y hoy vine dispuesto a acabar con tus dudas.
Se le acerca y empieza a acariciarle con cierta crudeza la parte interior del muslo, subiendo lentamente la mano hacia el pubis. El no soporta la idea de que tendrá que hacer el amor con otro hombre. Trata de zafarse, esquiva sus besos:
-Hoy no, estoy agotada. Por favor, otro día.
-Anoche no pensabas lo mismo..
-Es que hoy estoy un poco deprimida.
-No me rechaces, Verónica, que no sé de lo que soy capaz.
El no atina qué responder, se sume en un silencio embarazoso. El otro Ernesto comienza a desvestirse, y él lo observa estupefacto. Por primera vez tiene la posibilidad de mirarse desde afuera y descubre que ya no se ve tan bien como creía, le sobran varios kilos que se le han concentrado en el vientre. Ha perdido la dureza de sus biceps; sus nalgas están reducidas a la más mínima expresión, y sus piernas solo son hueso y vellos. Se siente azorado, ridículo.
El otro se aproxima y lo empuja sobre la cama, le quita la bata roja de China, sin muchos miramientos. El protesta:
-Espera un momento, dame tiempo..
-¿Tiempo para qué? Ya sé que es así como te gusta, si no lo hago de esta manera, tu siempre estás con remilgos.
El se siente tomado por la fuerza y lo embarga un tremendo sentimiento de impotencia, pero al tratar de soltarse, lo acosa una rara debilidad, ha perdido su fuerza.. “No es posible que esto me esté pasando a mí”, se repite una y otra vez.
El otro lo recorre con manos ávidas y bruscas, que en vez de placer le despiertan repugnancia. Siente repulsión de recibir ese cuerpo sin deseos y en esa posición tan denigrante de receptor, de sometido. Ernesto se introduce entre sus piernas y literalmente lo aplasta. El movimiento rítmico se acelera cada vez más. Le mira el rostro congestionado por el esfuerzo y él siente sólo un gran fastidio. El otro Ernesto babosea unas palabras obscenas, mientras termina y se deja caer extenuado y sudoroso sobre su cuerpo, impregnándolo de una humedad pegajosa.
“Qué horror”, piensa, desde su incómoda posición “¿Es así como le hago el amor a mi mujer? ¿Cómo puede haberme aguantado durante todos estos años?” Siente ganas de golpearlo. Pero recuerda que ese que yace sobre él es, por alguna extraña circunstancia, su propio yo. “ No puedo pegarme a mí mismo,” piensa, “esto no puede ser realidad”.
Trata de levantarse y mueve a Ernesto con cuidado. El otro se ha quedado dormido profundamente y hasta empieza a roncar. El se incorpora. El sudor y los fluidos que se escurren por sus piernas le producen asco y corre al baño. Tiene la secreta esperanza de que allí ocurrirá el exorcismo que tanto necesita: su cuerpo volverá a la normalidad. Se demora un rato largo bajo la ducha caliente. Pero al salir del baño, nada nuevo ha sucedido. Sigue siendo Verónica Cruz de Zaldumbide.
A la mañana siguiente se despierta malhumorado. Ha pasado una noche terrible en la que no ha podido pegar los ojos. Primero se devanó los sesos tratando de hallar una explicación lógica a su situación. Después los ronquidos de Ernesto no lo dejaron dormir en paz. Con los ojos entrecerrados va al baño a orinar. De pronto se hace claridad en su mente y cae en cuenta de que ahora, dadas las circunstancias, tendrá que realizar las tareas que antes cumplía Verónica. Un sentimiento de desesperación lo sobrecoge. “¡Dios mío!”, piensa, “Yo que toda la vida he detestado las tareas domésticas, que siempre las consideré una obligación de las mujeres, ahora tendré que hacerlas. ¡No voy a poder resistirlo!”
Despierta a los niños y les ordena bañarse rápido. Va a la cocina y trata de recordar cómo hace el desayuno Verónica. Al rato siente llorar al bebé, que apenas tiene 11 meses. Al principio no hace ningún caso, está tan acostumbrado a que esos problemas los resuelva su mujer. El niño llora más duro, y entonces cae en cuenta que no hay más mamá que él, de modo que tiene que limpiarlo y lo cambia de pañales con un terrible desgano. Su cabeza amenaza con estallar.
El desayuno se convierte en una tortura. A poco de servirlo, el marido se queja de que le pidió huevos tibios y no aguados; los niños, que los deseaban revueltos con jamón. Que el café está muy frío y muy desabrido para el gusto del marido. Que la leche, en cambio, está demasiado caliente para los niños. Todo esto dentro del consiguiente griterío de los hijos que se pelean por una y otra cosa, y el marido que grita más fuerte para imponer el orden. Él siente que las fuerzas lo abandonan.
Cuando se marchan todos, siente el silencio de la casa como una bendición. Por fin está solo y sin presiones. Pero esta sensación le dura poco; vuelve a escuchar el llanto del bebé y recuerda que se olvidó por completo de él. Corre inmediatamente a atenderlo.
Una hora después está más tranquilo. Se sienta a ver la televisión y deja al niño en el suelo con algunos juguetes. Las recetas de cocina que dan por la mañana son tediosas; no sabe en qué momento se queda dormido. Al cabo de unas horas lo despierta el timbre de la puerta que suena insistentemente. Abre con un poco de sobresalto y se encuentra con que son sus hijos, que vuelven de la escuela. Mira angustiado el reloj, son las 12 y media del día. Apenas si alcanza a saludarlos y se mete a la cocina, preocupado porque no ha hecho nada en toda la mañana. “¡Qué bruto!”, piensa, “¿Cómo pude quedarme dormido?. Ahora Ernesto se pondrá furioso porque no tengo la comida hecha!”.
Y en efecto, Ernesto llega de mal humor y se arma el zafarrancho.
-¿Qué diablos te pasaste haciendo toda la mañana que no tienes hecha la comida? le vocifera.
-¡No me grites de ese modo, porque no soy tu sirvienta, y te advierto que no voy a seguir soportando tus malos tratos!.
Ernesto se levanta furioso de la mesa, como si no pudiera creer que la mosquita muerta de su esposa le esté contestando con tamaña altanería, y levanta un puño, enceguecido por la ira, que va a estamparse en la mejilla de su mujer, mientras le grita:
-¡Esto es para que recuerdes quién manda en esta casa!
Ella le devuelve el golpe. El otro Ernesto muestra en su rostro un profundo asombro. Verónica le responde luchando como si tuviera entrenamiento de púgil, mientras, simultáneamente, le espeta:
-¡Ya basta, no soy Verónica, soy Ernesto, Ernesto Zaldumbide y Cuesta y estás usurpando mi lugar!. A lo mejor tú eres la verdadera Verónica. Si, claro, cómo no lo pensé antes, tú eres Verónica y te convertiste en Ernesto para castigarme. ¡Pero yo soy el verdadero Ernesto, tú eres el farsante!
Luego, continúa gritando en un estado de terrible ofuscación, mientras le lanza al marido todos los platos, vasos, y cuanto utensilio de cocina se le atraviesa, en medio del griterío de los chicos.
Ernesto se ha quedado estupefacto, pero reacciona de inmediato y logra, con mucha dificultad, esquivar los objetos que su esposa le arroja. Toma a los niños y se encierra con ellos en el dormitorio y, a renglón seguido, descuelga el teléfono.
Veinte minutos más tarde llega una ambulancia y dos enfermeros vestidos de blanco irrumpen en el departamento. Contemplan, entonces, un extraño espectáculo: la sala, el comedor y la cocina parecen un campo de batalla. Montones de objetos yacen tirados por el piso. Hay vidrios y trozos de vajilla por todos lados. Divisan a una mujer parapetada peligrosamente sobre la barandilla del balcón. Ella, visiblemente alterada, grita mientras gesticula:
-No soy mujer. No soy Verónica. Hay una terrible confusión. Están equivocados. Hasta el día de ayer era Ernesto Zaldumbide y Cuesta. Tienen que creerme. Es la verdad. Salí de ese maldito cine cambiado. Soy Ernesto y tengo una amante que se llama Carla Farine. Llámenla para que ella constate que yo soy el verdadero Ernesto. ¡Malditos! ¿Qué me miran? ¿A qué han venido? ¡No, no me toquen, desgraciados! ¡No quiero ir con ustedes!
Un vendaval de llanto la invade y convulsiona, mientras los enfermeros tratan de controlarla.
Este cuento fue publicado por primera vez en el Libro de Cuentos Premiados de la Segunda Bienal de Cuento "Pablo Palacio", Editorial Abrapalabra, Quito, 1994. Ganó una mención.
jueves, 22 de febrero de 2007
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